REDACCIÓN DELAZONAORIENTAL.NET
Mamá, yo trato de prestarle atención a la maestra, pero si la escucho me pierdo lo que dicen los demás chicos”. El comentario de Julián, de 8 años, pone sobre el tapete al menos dos cuestiones de todos los días.
La primera es lo poco que parece interesarle a Julián lo que podría decir su maestra, por lo que no parece arriesgado suponer que el interés por lo que la escuela abría, en cuanto saberes, a un chico que sólo habitaba su casa disminuyó. Los chicos se escolarizan cada vez más tempranamente y la cibernética (tablets, celulares, TV, computadora) les acercó informaciones que inundan sin filtros efectivos la vida infantil. Lo que disminuye la curiosidad o el asombro respecto a lo que la maestra pudiera enseñar. Porque aprender es más que llenarse de informaciones. La segunda razón es que Julián tampoco le “teme” demasiado a su maestra. Esta perdió no sólo la antigua aureola de saber, sino también la del respeto que antes la hacía alguien de temer.
Sin interés genuino ni temor que fuerce las cosas, la atención no se presta. No se trata de un déficit cuantitativo, sino de una distribución donde cada chico presta a quien le devuelve algo que sienta valioso. Si no, no.
Habría que apuntar, además, que la enseñanza mutó su dinámica: ya no sigue más las reglas de un “moldeado” unilateral, los chicos no llegan como libros en blanco, saben muchas cosas. Lo que llevó a que la educación se torne cada vez más interactiva. Pero, para esto, debe despertar el interés del alumno y no sólo solicitarle obediencia y quietud como antaño. Entonces, la atención pasa ser tan o más importante que la obediencia.
Y eso se ve en la consulta psicológica y psiquiátrica, ya que antes lo que más hacía “cortocircuito” en la escuela eran los trastornos de conducta. Ahora -sin que esto haya desaparecido ni mucho menos- la “vedette” pasaron a ser los trastornos de la atención.
Sin tener en cuenta estas consideraciones cualitativas que afectan la cotidianidad de los chicos, hay una psiquiatría (que no es la única pero sí la más “mediática”) que se apoya en los manuales diagnósticos y estadísticos de los trastornos mentales (DSM) que nos da una respuesta extremadamente simplificadora. No se detiene en lo cualitativo, sino que plantea las cosas de modo cuantitativo: si los chicos no atienden es porque tienen un déficit de atención, y ese déficit se debe al déficit de un neurotransmisor, la dopamina.
La desatención es, entonces, cosificada como déficit y la inquietud que la acompaña, tematizada sólo como exceso. No es una comprensión “demasiado simpática” para con los chicos. Considerarlos deficitarios porque no nos prestan atención a lo que les decimos padres y docentes es más bien un modo de evaluación “enojado”, cuantitativamente grosero y que se realiza casi siempre por una breve observación de pocos minutos, sin escuchar al chico y sus intereses, utilizando escalas (la más popular era el Test de Conners) que presentan un margen de error sideral.
En medio de la “cultura” del consumo y del rendimiento, asistimos a un predominio demasiado poco crítico de técnicas de clasificación que recurren luego, como estrategia, y también con demasiada facilidad a los psicofármacos y con temeridad al empleo de estimulantes, como el metilfenidato u otros medicamentos derivados de las anfetaminas.
Es preocupante que en nombre de estas comprensiones se lleve a las infancias a aceptar que las experiencias educativas son algo que hay que padecer. Como algo que debe ser incorporado, para no atragantarse, con un medicamento como digestivo. Una cosmética del comportamiento que deja intactas las preguntas que un educador ético debería hacerse.
No parece demasiado pedir que, antes de restaurar un rendimiento, se profundice sobre los porqués de la disfunción. Millones de chicos desatentos en el mundo no pueden explicarse por una mutación genética que haya alterado sus cerebros. Hay algo más. Y, más que ponerles las pilas para que vuelvan a atender y aprender, tal vez deberíamos preguntarnos algo al respecto.
Mientras tanto, no parece errado restaurar ciertos filtros y pautas que acoten el bombardeo consumista e “informativo”, recuperar un vínculo más directo y menos mediatizado, reflotar las dimensiones narrativas. Lo contrario de “enchufarlos” a una tablet es donar el tiempo que implica un cuento o una charla compartida.
La atención dispersa, extendida en superficies varias y no en profundidad, no es un avance sino un retroceso. Sólo cuando el hombre pudo asegurarse la supervivencia y distraerse de lo inmediato (que no se lo coman, por ejemplo) fue cuando pudo asegurarse con la agricultura un período de descanso y ocio se inicia el pasaje de la supervivencia a la vida.
Hoy no es cuestión de “tips”, es cuestión de que se abra en la escuela las necesarias transformaciones que repiensen las posibilidades de formar al alumno de hoy, no al del siglo pasado. Y esto se logra con presencia y cercanía. Sacándonos y sacándoles las pilas.
Por Juan Vasen, miembro del Comité Científico y expositor de la Jornada sobre Neoliberalismo y Patologización de la Infancia